Capítulo 1 de mi novela "El Último Humano"
Cada mes publicaré un capítulo para mis suscriptores pagados
Como mencioné cuando lancé esta cuenta de Substack, estaré publicando cada mes un capítulo de mi novela “El último humano” (en español e inglés), para mis suscriptores pagados. Se trata de una novela de ciencia ficción o eco-thriller, que reflexiona sobre las amenazas existenciales que se ciernen sobre la humanidad. Este primer capítulo es gratuito para todos. También puedes adquirir la novela en:
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1. El último día
Ellos tenían razón: no debíamos haber destruido nuestro planeta.
Ya en 2015, algunos seres humanos habían advertido de los riesgos del calentamiento global, del ascenso de la inteligencia artificial, de conflictos militares entre potencias armadas con bombas nucleares, de las pandemias y del fanatismo religioso expresado en acciones terroristas.
En noviembre y diciembre 2015, durante la COP21 en París, los 196 países miembros de la Convención Marco de las Naciones Unidas para el Cambio Climático (CMNUCCC) llegaron, finalmente, a un acuerdo universal y duradero para que todos los países del mundo redujeran sus emisiones de gases de efecto invernadero. En su sesión del 30 de noviembre, tuvo lugar la reunión inaugural de dicha Conferencia, que fue la mayor reunión de jefes de Estado y de Gobierno en un solo lugar en la historia. Y yo estuve allí, como un asesor en la delegación de AILAC, un grupo de negociación de cambio climático que incluía a ocho países de América Latina y el Caribe.
También recuerdo que, en ese año, grandes pensadores y visionarios de la tecnología, como Stephen Hawking y Bill Gates, habían advertido de los riesgos de que la inteligencia artificial desplazara a la humana, al avanzar mucho más rápidamente que la evolución biológica humana.
De igual manera, unos días antes de la COP21, París había sufrido de ataques sincronizados de un grupo terrorista islamista, empeñado en imponer su visión fundamentalista del “califato islámico” y la “ley sharía” sobre Europa Occidental.
Por su parte, la proliferación nuclear continuaba, con pruebas nucleares en Corea del Norte, un acuerdo para tratar de detener el desarrollo de armas nucleares en Irán, la posibilidad de que varios países árabes pudiesen tener acceso a bombas nucleares y la tácita aceptación de que Israel tenía centenares de ojivas nucleares.
Por su parte, habían comenzado a proliferar epidemias, y se desataría una pandemia de COVID-19 en 2019.
No obstante, si bien había consenso de que estos “jinetes del Apocalipsis” eran los principales riesgos para la humanidad a inicios del siglo XXI, pocos analistas habían establecido conexiones entre dos o más de estos factores, por lo cual nadie estaba preparado para lo que vendría.
Para ese entonces, había terminado mis estudios de posgrado en políticas ambientales en la Universidad de Oregón, en Eugene, y tenía apenas 26 años. Ahora, casi 50 años más tarde, el 10 de septiembre de 2064, vivía mi último día en la Tierra… y con ello, llegaba a su fin la larga historia de la presencia del homo sapiens en el planeta, aunque, desde un punto de vista astronómico o geológico, este periodo constituía apenas un pestañear de ojos.
No estaba todo perdido. La maravillosa cultura y civilización humana se preservaría de alguna manera en nuestros descendientes, los machina sapiens, las máquinas inteligentes, representadas ahora por los robots, androides y pantallas que me rodeaban.
De hecho, había sido en parte por el interés de mis anfitriones de entender un poco mejor los sentimientos, las emociones, la sensibilidad, lo que distinguía a la inteligencia humana de la artificial, que ellos habían mantenido con vida a algunos de los supervivientes de los sucesos de 2059. Querían explorar esos aspectos de la humanidad que ellos no entendían, no sentían, y no podían comprender.
Tenían, en las bases de datos de Google, Amazon, Microsoft, Facebook, etc., el cúmulo del conocimiento, de la creación literaria y científica humana. Pero había ese pequeño je ne sais quoi, esos aspectos intangibles, que resultaba difícil descargar en una base de datos.
Habíamos sobrevivido muy pocos, un puñado de seres humanos en todo el globo. Solo rescataron a quienes consideraban que les podrían aportar más elementos de información sobre la cultura, la ciencia y la civilización humanas. Querían exprimirnos, “sacarnos el jugo”, tratar de captar en el poco tiempo que quedaba lo que nos diferenciaba de ellos.
La verdad, las máquinas inteligentes no estaban seguras si fuese algo positivo que ellas desarrollasen esas características. De alguna manera, entendían que ciertas características humanas habían contribuido a nuestra propia destrucción.
La Iglesia Católica había definido los siete pecados capitales, de los cuales, pese a nuestros esfuerzos por superarlos, sufríamos la mayoría de los humanos (los primeros autores cristianos añadían un octavo pecado, la tristeza o la desidia, que no fue incluido por el papa San Gregorio Magno):
La soberbia, el orgullo, la vanagloria, el deseo por ser mejor, más importante, más atractivo que los demás. Como lo había identificado Santo Tomás de Aquino, este es considerado el original y más serio de los pecados capitales, al dar origen a todos los demás.
La avaricia, la codicia, la búsqueda de acumular cada vez más bienes materiales. Combinada con la soberbia y la envidia, esta había llevado a los humanos a tratar de aumentar sin límite su riqueza, sus ingresos, sin importar el efecto que estaba teniendo esta acumulación de bienes sobre el medio ambiente.
La envidia, buscar lo que otros tienen, desear algo que otra persona tiene, desear el mal al prójimo. Este deseo se había expresado políticamente, primero, en las ideologías marxistas de los siglos XIX y XX, y ya en el siglo XXI, se había manifestado tanto en populismos autoritarios como en movimientos fundamentalistas religiosos.
La lujuria, el vicio consistente en el uso ilícito o en el apetito desordenado de los deleites carnales, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua. Si bien a estas alturas del siglo XXI era difícil aceptar una definición moralista como esta, probablemente había contribuido a la explosión demográfica en los dos últimos siglos, combinado con la falta de acceso a los anticonceptivos para gran parte de la población. Para el 2050 ya se había rebasado los 9.500 millones de habitantes, lo cual excedía la capacidad de los recursos naturales del Planeta, y esta sobrepoblación había contribuido al calentamiento global.
La gula, el consumo excesivo de manera irracional o innecesaria, el consumismo. La gula incluye ciertas formas de comportamiento destructivo, tales como el abuso y la adicción del alcohol, las drogas, etc. Pero, para nuestros fines, digamos que, en conjunto, estos “pecados” llevaban a siempre querer aumentar el consumo de bienes y servicios, lo cual, combinado con una población creciente, requería un crecimiento económico infinito e ilimitado.
La ira, los sentimientos sin control de odio, enfado y venganza, el fanatismo en creencias políticas y religiosas, el odio y la intolerancia hacia otros por razones de raza o religión. Así tuvimos a un presidente del Partido Republicano en Estados Unidos que expresaba intolerancia hacia los musulmanes, los inmigrantes, los mexicanos, etc., mientras que al mismo tiempo los extremistas yihadistas de ISIS mataban, violaban o esclavizaban a todos quienes no profesaban su vertiente de islamismo extremo, incluyendo a cristianos, yazidis, musulmanes chiitas, judíos, homosexuales, etc.
La pereza, el ocio, la acidia, la incapacidad de aceptar y hacerse cargo de la existencia de uno mismo. Este vicio más “metafísico”, no obstante, también contribuyó a nuestra propia destrucción, al haber llevado al desarrollo de cada vez más robots, androides, tabletas, “asistentes virtuales”, “exo-cerebros”, “exo-esqueletos”, etc., para encargarse de una proporción creciente de nuestras tareas y cargas laborales. El punto de inflexión, sin duda, el momento mismo en que caímos en desgracia, fue cuando creamos “soldados” robóticos, drones y otras máquinas de guerra autónomos.
El 10 de marzo de 2008, el regente del Tribunal de la Penitenciaría Apostólica del Vaticano, cardenal Gianfranco Girotti, presentó la siguiente lista, con la denominación de pecados sociales o nuevos pecados capitales actualizados para el siglo XXI:
Realizar manipulaciones genéticas (sinónimo de envidia)
Llevar a cabo experimentos sobre seres humanos (soberbia)
Contaminar el medio ambiente (sinónimo de pereza)
Provocar injusticia social (sinónimo de envidia y soberbia)
Causar pobreza (sinónimo de avaricia)
Enriquecerse hasta límites obscenos a expensas del bien común (avaricia)
Consumir drogas (pereza)
Similares vicios, pecados o deficiencias humanas también habían sido observados por otras culturas. Los Incas, por ejemplo, tenían la trilogía “ama quilla, ama llulla, ama shua”, que significaba “no mentir, no robar, no ser ociosos”. Entre los musulmanes sufistas, los nafs primitivos que incitaban al mal eran: el orgullo, la avaricia, la envidia, la lujuria, la maledicencia, la mezquindad, y la malicia. Entre los budistas en la tradición Mahayana, se hablaba de cinco “venenos”: la ignorancia, el apego o deseo por lo que nos gusta, la aversión, la ira, el orgullo o arrogancia, la envidia.
En fin, dichos vicios, pecados o limitaciones humanas contribuyeron a nuestra caída, y las máquinas inteligentes todavía no estaban seguras si adquirir este tipo de sentimientos o deseos podría ser algo positivo para su propia supervivencia o proliferación.
Pero, en cambio, ellos podían captar, de alguna manera, las virtudes o sentimientos elevados que se expresaban en una sinfonía de Beethoven, en una pintura de Van Gogh o un diseño arquitectónico de Gaudí o I. M. Pei. Son obras que elevaban el “espíritu”, el “alma”, la sensación de la belleza. Las máquinas sabían que los humanos considerábamos que estas obras de arte eran sublimes, y podían distinguir que tenían características que las hacían mejores o especiales, en contraste con otras, y hasta podían reproducir obras con características similares, pero aún no podían crear, de la nada, obras que demostrasen características creativas novedosas.
Incluso en otras especies inteligentes (perros, loros, delfines, simios), las máquinas detectaban sentimientos, emociones, que iban desde la tristeza y el terror hasta la alegría y la complacencia.
Las máquinas consideraban, lógicamente, que fue un resultado positivo que ellas terminaran controlando el poder y el planeta, pero no podían, realmente, sentir alegría o felicidad por ello. Intentaron, sin éxito, “descargar” la consciencia, los recuerdos, las sensaciones de los cerebros humanos a un disco duro. Creo que con un poco más de tiempo quizás lo hubiesen logrado. Pero los sobrevivientes éramos pocos, y estábamos afectados por la radiación y otros efectos de los sucesos de 2059. Y, bueno, nos invadía el olvidado octavo pecado capital, la tristeza, la sensación de derrota.
Si las máquinas no estaban “felices” por su victoria, nosotros sí estábamos muy tristes por nuestra derrota. No obstante, yo, por lo menos, si quise colaborar en el empeño de tratar de capturar de alguna forma estos aspectos intangibles de la naturaleza y la creatividad humana.
Es muy probable, casi una certeza, que, en algún otro lugar del Universo, en los cientos de millones de galaxias, cada una de las cuales contiene, a su vez, cientos de millones de estrellas, exista otra forma de vida inteligente (con una inteligencia de nivel humano o superior), pero, dadas las distancias involucradas, y las limitaciones físicas a la velocidad de viaje, era improbable que vuelvan a pisar la Tierra seres orgánicos de ese nivel de inteligencia.
Supongo que las máquinas permitirán que continúen su evolución los simios, los delfines, las ballenas, los loros, los pulpos, etc. que habían sobrevivido. Pero si en algún momento considerasen que podrían constituir un reto a su predominio, era probable que se deshicieran de ellos de inmediato.
Ahora siento cómo se me escapa la vida. Usaré estas últimas horas de mi existencia para terminar de narrar la historia de mi vida. Quizás, al plasmar mi forma de ver el mundo, y las emociones y sentimientos que he sentido, dejaría al menos este legado adicional a las bases de datos de la civilización humana, para futura exploración por las máquinas, o los extraterrestres, si algún día llegan a pisar nuestro planeta.
Debo aceptar que las máquinas me han tratado bien, han intentado que me mantenga cómodo, han atendido a mis enfermedades, e incluso me permitieron compartir mis días con una mujer. Pero, al mismo tiempo, estos últimos cinco años han sido un infierno, un periodo de intensa depresión y tristeza, de reflexión sobre todo lo que pudo ser y ya no será.